Llovía. Él
caminaba por las mismas calles de siempre, hoy vacías. O al menos así las
sintió ese día. Se sentía solo a todas horas, aun sin saber si caminaba alguien
a su lado.
Caminaba
ensimismado, la mirada fija y a la vez perdida, recontando mentalmente los
segundos que faltaban para no sabía bien qué, cuando tropezó con ella.
Y allí
estaba, brillando con luz propia, su sonrisa resbalando por su cara de
sorpresa, subrayando aquellos preciosos ojos café. Se pararon un momento, se
miraron brevemente, sonrojados por instantes; él hizo amago de hablar, pero
ella se adelantó:
-“¡Holiiii!”
-…
Se hizo un
doloroso, punzante silencio. Y él siguió su camino.
Alicaído,
apuñalado, desgraciado como siempre, ignorando aquel emético sonido, continuó
caminando. Pero ya era tarde. Su vaso se había colmado, y su alma marchitado para
siempre. Lo que hoy queda de él solo es la sombra vacía de lo que un día fue.
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