26/02/2014

..jamás..

..escribiendo una vez más
que así el ruido se hace humo
en el que volaré mi alma
y se entremezcla con mi llanto
vuelven a bailar con calma
y se alejan mientras fumo
para no volver jamás..

16/02/2014

Los brazos de la locura


            Marta llevaba ya dos años trabajando en el Teléfono de la Esperanza. Se sentía muy satisfecha de poder ayudar en algo a todo aquel que pudiera necesitarlo, haciendo compañía a gente que había perdido a su familia, o a aquellos de quienes sus parientes habían prescindido por considerarlos un estorbo. Dentro de todas las personas que llamaban, había varios a los que Marta ya conocía, puesto que en ella encontraron una gran amiga, y la solicitaban cada vez que cogían el teléfono para buscar compañía. Entre esas pocas voces, la de un tal Paolo era la que más le impresionaba. Una voz profunda y sabia, relatando un turbio sufrimiento con aparente tranquilidad, que daba pocos datos, que interrumpía y que a menudo callaba, dejando oír una respiración superficial e inestable. Era esta voz para Marta como un reto personal; sentía la necesidad de hacerle sonreír, de aliviarle de su dolor y, por qué no, de conocerlo en persona.

            Una tarde, recibió una nueva llamada de Paolo (solía telefonear de dos a cinco veces al mes), con la extraña sensación de que ese día iba a ser distinto, de que algo no iba a salir bien. Descolgó el teléfono, y no pudo evitar emitir una leve sonrisa de serenidad al reconocer su voz, que empezó diciendo:

-Tarde de abril, siete menos cuarto. Me encuentro solo, muy solo, y creo que puedo verle sentido al sonido de mis zapatos mientras ando. Esa dulce melodía que me acompaña siempre en mis eternas divagaciones a lo largo del pasillo; hay algo en ella que me atrapa, me retuerce y que se anticipa a mis lamentos. Es el sentido de mi vida, la estrella que me guía a través de las nubes que anidan en mi mente.

-Buenas noches Paolo, aquí estoy para hacerle compañía, escucharle y ayudarle en todo lo que…

-Aunque también pienso en aquella niña –prosiguió Paolo, como si no hubiera oído nada-, perdida entre la niebla, siendo sin ser vista, tan leve y frágil como si jamás pudiera ser rozada. La quiero como nunca creí que pudiera querer a nadie, como nadie me ha querido. Nunca estaré seguro de haberla visto realmente, temo que fuera una de tantas ilusiones que rondan mi cabeza. Aun así, quiero que siga viviendo dentro de mí por siempre. Empecé a ser humano cuando la sentí en mí por primera vez, nadando dulcemente en un halo de incertidumbre.

Hubo un silencio, en el que solamente se podía oír la respiración del hombre, más intranquila de lo habitual, donde Marta no pudo hacer más que escuchar mientras todo se detenía a su alrededor. Presentía algo malo, pero no pudo decir palabra alguna.

-Siete menos diez. Siento helor en mis venas, no creí que quisiera reclamarme hoy, pero lo hace. Se acerca, murmura, delira; tengo frío. Suspiro aquí, a la luz de las velas, bebiéndome los días con sabor a alquermes, sintiendo que mi vida no es más que una eterna retahíla de sucesos en mi contra. Todo este disparate me está matando, y como no quiero resistir, lloraré en sus brazos; los brazos de la locura.

Marta enmudeció, apretando fuertemente el auricular contra su oreja. Pasó un segundo, una hora, una eternidad, y oyó un ensordecedor golpe, que enseguida reconoció como un disparo. Palideció, comenzó a temblar, su cabeza se llenó de ideas que no entendía, pero que le atormentaban. Un zumbido recorrió sus oídos, tras el cual cayó inconsciente.

Despertó en una sala blanca, donde un hombre de unos sesenta años la miraba sosegadamente, con una expresión de inocencia y de bienestar en sus ojos pardos. Paolo alzó la mano lentamente, comenzó a susurrar, y su voz se perdió para siempre en la oscuridad, al tiempo que Marta cerraba los ojos, sumergida en un completo estado de tranquilidad del que no regresaría.